martes, 27 de febrero de 2024

O roubo dos chourizos

  En 1915 publicouse "La casa de la Troya" do escritor Alejandro Pérez Lugín, famosa pola súa descrición do ambiente estudiantil compostelán. No primeiro capítulo, unha das escenas máis populares e graciosas é o roubo dos chourizos na pousada do Mesón do Vento onde parou a dilixencia. Esa casa de postas, que existiu na realidade, estaba rexentada por Andrés Ramos (m.1910) e a súa muller Adelaida Insua nos tempos en que Lugín pasou por ela -estudou en Santiago entre 1886 e 1893-. Sen dúbida son a inspiración para o matrimonio protagonista, e posiblemente Carmen (a filla maior) a da rapaza de 12 anos. El mesmo dirixiría en 1925 unha película muda (na que esta escena está no minuto 10 pero non foi rodada no Mesón). Tampouco na versión máis coñecida, a de 1959 con Arturo Fernández de protagonista, se rodou no Mesón, senón nunha casa a 10 km da Coruña.
 
 
  En el Mesón del Viento bajó Gerardo del coche para desentumecer las piernas mientras mudaban el tiro a la diligencia. Los alegres viajeros del «interior» descendieron también y con mucha bulla se metieron en una taberna, toda mugre y moscas, que ofrecía al apetito de los viandantes salchichón antediluviano, mohosas latas de sardinas, pan que fue blanco años atrás y un delicioso vinillo del Ribero, cuyo aroma, sabor y frescura disimulaba la roña secular de los vasos y tazas en que era servido.
  Gerardo no entró. Estuvo paseando por la carretera. Le inspiraban invencible repugnancia las casucas negras de la aldea y la gente sucia y triste, según él, que en ellas entraba y salía. ¿Cómo era posible vivir tras esas piedras habiendo en el mundo adobes y ladrillos, sogas y yeso con que levantar gentiles edificios? Pensando en Herodes, miraba con odio a los chiquillos que pululaban por la carretera descalzos, despeinados y puercos, como si no hubiese visto el mismo descuido y suciedad en la chiquillería de los barrios bajos madrileños, en la de los medios y hasta en la de los otros más elevados.
  Entretanto, los estudiantes pedían cosas en la taberna con mucha seriedad y gran algazara, en unas lenguas ininteligibles.
—¿Espiniquilinguilis, madam?
—¿Alterum nom loedere salchichonorum?
—¿On trompiliman de las consecans madapolan?
—¿Son ingleses, miña nai? —preguntó a la tabernera una rapaza de doce años.
—Sonche pillos. Abre'o ollo. Llama a tu padre, que esta es mala gente, así Dios me salve.
—Es, señora, es. Tenga cuenta con ellos —asintió un joven seminarista, también viajero, que, bondadosamente,  prestóse  a  servir de intérprete entre la vendedora y los compradores.
  Cuando el mayoral grita de nuevo «¡Al coche!» abandonaron todos la taberna  precipitadamente,  con una algarabía de doscientos mil demonios, y se metieron en la diligencia con gran prisa.
  No habían concluido de acomodarse en sus asientos, cuando la tabernera salió a la puerta dando voces:
—¡Mi pan!... ¡Mis chourisos!... ¡Ladrones! ¡Roubáronme o pan e os chourisos!... ¡Ay, Manoel!... ¡Manoel!... ¡Ay, Manoel!... ¡Corre, que nos roubaron os chourisos!... ¡Aaaay, Manoel!...
—¡Ay, Manolé! ¡Ay, Manolé!...
  La mujer llegó furiosa, imponente, hasta la portezuela del interior, que, en vano, pugnó por abrir.
—Tenga cuenta no se haga mal, que va a arrancar el coche —le advirtió cariñoso y suavemente el seminarista intérprete, que sentábase junto a la ventanilla.
—¡Pillos! ¡Ladrones! ¡Y usted es el peor de todos! ¡Rillote! —le escupió la tabernera.
—¿Quién yo? ¡Ay, Señora; mire lo que habla!
—¡Rillote! ¡¡Rillote!!
—Pero, ¿y luego? ¿No le dije a usted que tuviese cuenta? Yo ya la avisé.
—¡Ay, Manoel! —clamó la mujer a un hombre gordo que, en mangas de camisa, apareció por la carretera corriendo, o figurándose que corría—. ¡Anda ligero, que estos pillos roubáronnos o pan e os chourisos!
  Manuel entróse en la taberna y volvió a salir en seguida empuñando un pavoroso fungueiro. Inútil el heroico esfuerzo. En aquel mismo punto arrancó la Carrilana, y aunque Manuel y su cónyuge intentaron seguirla, no les fue posible y tuvieron que conformarse con insultar a los del coche, acompañados del coro general de vecinos que habían acudido a la algazara:
—¡Estudiantes d'a fame!
—¡Rillotes!
—¡Estudiantes del hambre!
—¡Famentos! —rugía Manuel agitando la estaca—. ¡Ya os daría yo...!
—¡Que lle den! ¡Que lle den bertorella!... —alejáronse cantando los diablos de la Carrilana.
—¿Ti, ves? —chilló la tabernera al marido, volviendo contra él toda su ira—. Si estuvieses en casa como es obligación... ¡Maldito sea el tute y quien lo trujo, e o tu demo dos estudiantes famentos, amén Jesús, Dios me perdone!
—Calla, mujer. ¿Qué te llevaron?
—Lleváronme dos molletes grandes, ¡así se afoguen con eles!, más catorce chourisos que tenía aquí colgados.
—¿De los buenos?
—¡Ay, hom! ¿Y luego iba yo a poner ahí de los buenos? Non, home, non. Fueron de los arrasidos, los del puerco que murió. ¡Así revienten ellos!
—¡Ay, eso bien! ¿Y qué te pagaron?
—Diéronme cuarenta y siete reales de doce chiquitas del Ribero, tres jaseosas, dos cervezas, nueve perros gordos de salchichón y una peseta, un real y tres cadelas de pan.
—¡Boh! Pues entonces déjalos ir, que inda ganamos nueve reales.
—Y más también, once; pero si tú no estuvieras jugando al maldito tute, en vez de atender a tus obligaciones, no se llevan los chourisos y el pan, y ganábamos mais.
  Entretanto, ajena al conflicto matrimonial que dejaba en la taberna, la Carrilana  corría carretera adelante, seguida de una nube de chiquillos harapientos y sucios, que trotaban incansables durante una larguísima e inverosímil carrera, porfiando a los viajeros la miseria de una perra chica.
 

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