viernes, 25 de julio de 2025

Carrilana e primeiros autobuses

  Velaquí un interesante artigo de José Rey-Alvite Feás (asinando como José Rey F. Alvite) publicado no xornal El Correo Gallego o 31 de decembro de 1958, falando de como Santiago era naquela época un importante nó de comunicación -parte que omitín- e rememorando os vellos tempos da carrilana. O artigo tiña algúns erros en datas e nomes pois dependía da memoría de don Santiago Carballal, así que permitinme corrixilos. As correccións están en cor azul.
 

[...] Los tiempos de "LA CARRILANA" - 9 horas de viaje y ¡en La Coruña!
  Ya no constituye problema de tiempo el viajar. Se llega a donde uno se lo proponga en lucha contra el reloj. Ahí están los veloces autos de turismo, los trenes expresos con sus potentes diesel y el máximo avance en la velocidad: los aviones. Ya nadie se acuerda de las incomodidades de antaño. Por ejemplo el recuerdo de "La Carrilana" solo queda en la mente de los viejos.
  Esta "Carrilana" de la que tantas veces hemos oído hablar y a la que en esta ocasión nos ha remitido en una jugosa conversación el decano de los automovilistas santiagueses, don Santiago Carballal, tenía su administración en la Inquisición, donde hoy se alza el Hotel Compostela. Por el año 1905 y 1906 era el medio más rápido de locomoción que tenían para trasladarse de la Coruña a Santiago las personas que sentían verdadera necesidad de viajar. Nueve horas de zarandeo viaje ¡y en La Coruña por fin! Tres tiros de mulas se alternaban en el recorrido. Máximo el mayoral y el "delantero", ayudados de cualquier zagal, por ejemplo "El Primo" o "El Cojo" arrancaban aquellas asombrosas velocidades. Ocho pesetas costaba el billete a La Coruña en interior, con capacidad para doce viajeros y cinco pesetas en cupé, tragando todo el polvo que las caballerías y las ruedas del carruaje arrancaban a la pésima carretera.
  Comerciantes y estudiantes eran quienes más utilizaban este ya histórico vehículo. La fiebre de los viajes había de venir con los años, que habría de ir perfeccionando los medios de locomoción hasta todo este alarde que hoy vemos casi con ojos atónitos. ¡Qué diría, si los viese, de tanto progreso "O Carabellón"!
  O Carabellón era un viejo zapatero -recuerda el señor Carballal- que tenía su tenducha en donde hoy está el pórtico del Hotel Compostela. Allí consumía las horas remendando zapatos. Él decía adiós todos los días a la Carrilana y también la recibía, mezclado entre los mozos de las fondas que "cazaban" viajeros. Una tarde no le dijo adiós, sino que O Carabellón y su tienda fueron a remolque detrás de la Carrilana, porque unos estudiantes habían atado una cuerda al kiosco del viejo remendón de calzado y el otro extremo a la trasera de la diligencia.
 
 
Los coches de vapor. Competencia entre ellos y la Carrilana
  La Ferrocarrilana se topó en su camino polvoriento con un enemigo fuerte allá por el año 1906 o 1907. Don Antonio Sanjurjo ponía en servicio entre Santiago y La Coruña el primer coche de vapor. Cuatro horas de ventaja sobre el coche de caballos consistía para este un duro golpe. Y surgió la competencia entre ambos sistemas de locomoción, que señalaba, sin embargo, la preponderancia del automóvil que transportaba veinte viajeros y cobraba por el mismo viaje siete pesetas. El mismo Sanjurjo trajo más tarde el primer automóvil de gasolina, el famoso "Patria" [en 1910], que acortaba la duración del recorrido en una hora.
  Así fue quedando desplazada la Carrilana de la parada en el Mesón del Viento para que descansasen los caballos y pudieran los viajeros tomarse la clásica tortilla...
  También desapareció el kiosco del Carabellón, que no saldría otra vez por los aires para jolgorio de los estudiantes bromistas.
 
Competencia de empresas
  En toda esta historia de las comunicaciones por carretera entre Santiago y diversas ciudades de Galicia aparecen, -siguiendo el relato que nos hace el señor Carballal- la empresa de Sevio, que interpuso una seria competencia a las demás líneas en La Coruña. ¡Más barato, señores! Se podía ir por dos pesetas, tomando café en Órdenes, en casa de Liñares, que pagaba la empresa. Imaginémonos el gran éxito que este servicio de automóviles tenía sobre los demás.
  -Claro que unas veces se llegaba y otras no- recuerda, con una sonrisa, el señor Carballal.
  Funcionaba El Noroeste, con sus coches blancos Hispano-Suiza, de bandaje macizo que iba dejando atrás, por anacrónicas, las llantas de hierro. Y andando el tiempo surge la empresa Castromil, que inicialmente tuvo su administración en la Plaza del Toral. La Emprendedora, con un Dio a gasolina, iba a Noya y en su volante se lucía Isidro "El Mazaroco". Grato recuerdo dejo también la desaparecida empresa automovilística de "El Ideal Gallego", que se atrevía por las lamentables carreteras a Noya y a otros puntos.
  -En esta última -recuerda el señor Carballal- éramos once socios y de ellos el mejor accionista era yo. Había que trabajar como cualquier empleado.
  Y siguió hablándonos de otros servicios de coches de vida más o menos larga, hasta que en año "veintitantos" [concretamente en 1924] surgieron las exclusivas y las pequeñas empresas han ido desapareciendo paulatinamente para dar paso a las fuertes organizaciones de transportes por carretera que hoy existen y convierten a Santiago en ese importantísimo nudo de comunicaciones que todos conocen.
 
 
 
No había accidentes porque el tráfico era insignificante
  -El porcentaje de accidentes que se registraban era tan insignificante que cuando ocurría el más mínimo daba tema para mucho tiempo -dice nuestro interlocutor-. Apenas había tráfico rodado que se reducía a líneas de pasajeros.
  Porque fue mucho después de los primeros tiempos de los coches a gasolina cuando aparecieron los autos particulares, Bruzos se paseó en el suyo, luego Ríos el sombrerero también adquirió otro; más tarde el señor Carrete exhibía un modelo de un cilindro. Eran los tiempos del conductor con pasamontañas, gafas de celuloide y altos leguis.
  Metían un ruido infernal. No se podía dormir. Y cuando se "arriesgaban" a realizar un viaje a Pontevedra, por ejemplo, las despedidas casi eran patéticas -añade. [...]
José Rey F. Alvite

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